En la poesía se halla casi todo lo que somos o podemos ser. Los poetas suelen tener la facultad de plasmar lo esencial con pocas palabras, éste es el mérito de un buen poeta, la magia y la virtud de la poesía. Es mi opinión, la de uno que no tiene ni idea del tema, llegué a la poesía hace menos de un año, quizás más pero no mucho más. Quería iniciarme en ese mundo como lector (como escritor aún no tengo agallas) y no sabía por donde empezar, así que pedí consejo a la gente que sabe de esto. Al principio no hice ni caso a mis consejeros y comencé a leer poesía basándome en mis propias investigaciones, luego, poco a poco, me fui encontrando con los autores que me habían recomendado. De este modo fui descubriendo un mundo nuevo, rico y profundo, donde unos simples versos pueden emocionarte, hacerte viajar, sacudirte. Por si esto fuera poco, un poema, ese matrimonio entre el intelecto y la emoción, muchas veces cabe al completo en el intervalo de tiempo que dura una visitilla al baño. ¿Hay quien dé más?
En fin, sumergido de lleno en este universo lírico comencé, gracias a mi en ocasiones inoportuna deformación profesional, a extraer la psicología que hay detrás de cada obra, intentar bucear en la mente de su autor, un juego que me encanta, la verdad. De este modo, saltando de poemario en poemario, topé con Allen Ginsberg, de todos los que he leído el poeta más indigesto, sea dicho de paso. Perteneciente a la llamada generación beat, se hizo famoso entre otras cosas por su libro de poemas Aullido. Ginsberg practicaba un tipo de escritura desinhibido y poco ortodoxo. Su idea era dejar fluir los versos, escribirlos tal y como le venían a la cabeza de primeras. Pura creatividad. Esta obra, aunque áspera y compleja (me tuve que obligar a seguir leyendo en más de una ocasión), tiene bellos resplandores que esconden grandísimos detalles.
Hay un poema en Aullido llamado El sutra del girasol (lo puedes leer aquí, tú eliges si antes o después de la interpretación que hago en este post), en este poema el autor relata el momento en el que él y su amigo Kerouac encuentran un girasol cubierto de mugre en un paisaje sucio y urbano, a la sombra de una locomotora. Un río flanquea el paisaje y sus aguas hediondas y aceitosas reflejan un cielo rojo y melancólico. Ambos colegas contemplan también viejos y sucios objetos de todo tipo, que completan la escena. Según la interpretación que hago del poema, en este contexto sugerente y revelador se detalla, con un lenguaje crudo y metafórico, las consecuencias de una historia llena de hollín, de desencuentros y de traumas. En esa mugre que cubre al girasol, generada por el trasiego constante de las locomotoras, veo yo los residuos que dejaron los pequeños o grandes traumas que todos albergamos, seamos o no conscientes de ello. Veo también la bruma que procede del contexto social, que empaña nuestra propia y auténtica conciencia de nosotros mismos y del mundo. Todo va manchando la personalidad hasta dejarla algo sucia, muy sucia o, en los más penosos casos, irreconocible.
Estos versos me parecen una magistral y metafórica descripción de cómo la personalidad, el propio yo de una persona, puede llegar a enturbiarse poco a poco. El texto parece advertir de que si no se pone remedio, corremos el riesgo de perder el camino que nos lleva hacia nosotros mismos, la capacidad de ver toda la luminosidad que guardamos.
Poco a poco el poema focaliza su atención fundamentalmente en el girasol, convirtiéndose en el símbolo a través del cual vierte el mensaje del poema. Así, tras unos versos desoladores y sombríos Ginsberg hace al girasol la siguiente pregunta: ¿cuándo olvidaste que eras una flor? Esta pregunta es la clave que marcó mi interpretación del poema. Tal como comenté en la entrada Autoconciencia. Encontrarse entre tanto ruido, hay veces que estamos tan empañados por nuestro contexto y por aquellas cosas que dejaron una huella profunda y alienante que nos olvidamos de nuestros propios resplandores, de nuestros recursos más valiosos. Creemos que los hemos perdido pero siguen ahí, debajo de toda esa costra.
El poeta, después de tanta melancolía y unos versos cargados de pesadumbre y oscuridad, da un giro sorprendentemente positivo al poema y termina afirmando que no somos nuestra piel de mugre, no somos nuestra triste y espantosa polvorienta locomotora sin imagen, todos somos hermosos dorados girasoles por dentro, benditos por nuestra propia semilla […]. En mi profesión lo que pretendemos hacer es precisamente eso, acompañar a la gente para que conecte con la mejor versión de sí misma. Para ello hay que limpiar ese hollín procedente de la locomotora vital en la que todos viajamos como locos, esa que no nos deja parar a observar el paisaje demasiado rato. Su velocidad impide captar los detalles concretos, los esenciales.
¡Nunca fuiste locomotora, Girasol, fuiste un girasol!, concluye el poeta.