Cuando pienso en Ray siempre se me viene a la cabeza una de su larga serie de catastróficas ideas. Un día de un mes de noviembre, allá por 1983, nos encontrábamos todos los colegas, la pandilla, la trupe, unos doce o trece mocosos de entre siete y once años, refugiados en nuestro mayor tesoro: una cabaña construida a base de cartones, clavos, plásticos, trozos sueltos de palé y contrachapado; objetos robados de las obras que flanqueaban el barrio. Nos daba igual el material, todo lo que sirviese lo añadíamos a la estructura. El resultado tenía un aspecto terrible, daba miedo, pena, las dos cosas. Esa cutre obra maestra era nuestro feudo y matábamos por ella. De vez en cuando, se desarrollaban épicas guerras a pedradas contra los del barrio de al lado, los muy hijos de puta tenían como deporte destrozarnos la cabaña en cuanto bajábamos la guardia.
El caso es que ese día a nuestro amigo Ray se le ocurrió un plan cojonudo.
-Pero, ¿cojonudo por qué?, ¿dónde coño vamos? -le decía yo, temiéndome cualquier cosa.
-Tú calla y sígueme. Y vosotros, ¡vamos!
Es curioso, cuando eres pequeño y tienes un amigo como él, siempre tratas de resistirte a sus locos planes, sin embargo, al menos en mi caso y en el de mis compinches de entonces, termina pudiendo más la fuerza de la curiosidad que el miedo a que pase algo, que se líe gorda, cosa que sabes ocurrirá en mayor o menor medida. Pues sí, le seguimos, lanzándonos miradas nerviosas, sonriendo con los ojos, como diciendo ya verás como la cagamos otra vez, a ver qué nos espera, a ver qué se le ha ocurrido a este chalado. Era Ray y su fuerza de atracción, como los imanes, o te repele o te pegas a él como una lapa. En el fondo molaba, proponía emociones fuertes, juego a lo grande y, la verdad sea dicha, no teníamos nada mejor que hacer. Nuestros padres en los bares, nuestras madres en casa y nosotros en la calle buscando emociones, quizá las emociones que no encontrábamos ni en casa ni en los bares.
Nos aproximamos al parque que hacía de frontera con el otro barrio, el territorio enemigo. Ray, decidido como siempre, se acercó al grupo de yonquis que frecuentaban el parque, gente que traficaba, consumía, se prostituía. Gentuza, según mi madre, no te acerques ahí, esa gente pincha a los niños con jeringuillas con SIDA. Y yo sí mamá, nunca vamos ahí, no, no, claro que no. Y ella vale vale. Y nosotros, esa mañana de noviembre, llegando al lugar donde habitaba la amenaza. Nuestros pasos comenzaron a perder fuerza y, cuando estábamos los suficientemente cerca como para empezar a cagarnos de miedo, nos detuvimos. El único que seguía avanzando hacia esa lúgubre pandilla era Ray. Ellos le miraron con tranquilidad, curiosos.
-¿Qué haces, enano?, date una vuelta que esto no es sitio para niños -tuvo la amabilidad de advertirle uno de los presentes.
Entonces pasó algo que nos dejó rotos, Ray empezó a gritar. Que si hijosdeputayonquis, que si putasbaratas, que si camellosdemierda, y así, una sarta de insultos, los más chungos que se sabía, y puedo asegurar que se sabía muchos, y muy chungos. Cuando escuchamos semejante retahíla salimos corriendo como posesos y, lo que es peor, con cuatro o cinco yonquis tratando de darnos caza. Yo miraba de reojo a mi perseguidor, el yonqui con las piernas más largas del mundo, el yonqui más largo que he visto en mi puta vida, estaba a punto de darme alcance, me iba a coger, se acercaba. Cada vez más cerca, ya notaba su aliento, pero yo no podía correr más, era mi límite, se me salía el corazón del pecho. Me coge, mierda, joder. Pero no, no quiso cogerme; iba a por Ray y a por los mayores del grupo, yo tenía la suerte de ser de los pequeños. Me libré, y también Ray, que era el mismo diablo cuando se ponía a correr. Al que cazaron fue al pobre Tabales, que también era un pieza pero que esta vez no había hecho nada, solo estar. Lo subieron en un 124 y amenazaron con lo más absurdo que un camello drogata te puede amenazar: la policía.
-O nos dices quién ha hecho esto y quiénes son sus padres o te llevamos a la comisaría y te dejamos ahí hasta que los tuyos vengan a buscarte.
Y Tabales acojonado, se tragó el anzuelo. La policía, madre mía, mis padres viniendo a buscarme a la comisaría. Me matan, mi padre me corta los huevos. No tuvo que pensar nada más, cantó de lo lindo. Satisfechos con la información, los secuestradores soltaron al rehén donde él decidió que lo soltaran. Cuando aparecieron esos personajes en su 124 a mí casi me da un patatús, por segunda vez ese día. No pudimos evitar seguirles hasta la casa de Ray para conocer el desenlace de la historia, eso sí, a una distancia prudencial. Cuando bajó Ray con su padre y se reunió con los yonquis se lió, se lió gorda. Tras los setos pudimos ver, que no escuchar, cómo esos chavales le explicaban al padre de Ray lo ocurrido. Cuando acabaron de explicarse, el padre de Ray cogió a Ray por la oreja, levantó la mano, cerró el puño y lo descargó sobre la cabeza de su hijo. Ray cayó y su padre comenzó a patearle en el suelo como a un saco, con todas sus fuerzas. Los yonquis trababan de calmar al padre. Hombre, que no es para tanto, déjelo, que lo va a matar, parecían decirle al tiempo que intentaban frenar la descarga de hostias desde la distancia, no fuera a ser que les cayera alguna.
La enésima paliza que recibía mi colega de su padre.
Y ese día, detrás de los setos, pudimos hacernos una pequeña idea del infierno que ese niño soportaba en casa.
-Y tu madre ¿qué hace? -le pregunté yo una vez.
-Mi madre es una borracha… y además también recibe.
Como impulsada por ese muelle que hace saltar mis pensamientos más allá de mi voluntad, esta anécdota volvió a resonar en mi memoria un martes de otro mes noviembre pero muchos años después. Era uno de esos días en los que descendía por la carretera de Extremadura camino a la prisión de Navalcarnero. Un pequeño viaje en coche de unos cuarenta minutos que se convierte en la oportunidad para pensar en mí y en lo que me ronda dentro, actividad de la que no suelo disfrutar. Rara vez estoy en intimidad con mis pensamientos. Es casi una tradición personal: programo el vis a vis y, cuando llega la fecha, me meto en el coche y me sumerjo en divagaciones y recuerdos varios. Debo puntualizar que generalmente versan sobre Ray. Reconozco que tengo cierta obsesión con los asuntos relacionados con la historia de mi amigo.
Ese mismo día también andaba dándole vueltas a lo que había pasado durante la última sobremesa con mis padres. Mi madre nos deleitó con unos cafés y la tarta de queso que con tanta maestría hace al horno. Yo saqué con toda naturalidad el tema de Ray.
-No entiendo por qué coño te empeñas en ir a ver a ese asesino -soltó mi madre de sopetón, como si llevara años queriéndomelo decir. Reconozco que tanta vehemencia me dejó helado, no supe qué decir, de hecho balbuceé torpemente antes de poder hilar alguna frase con sentido.
-¿Qué dices mamá?- fue mi frase con sentido.
-Que ese cabrón ha arruinado la vida de la familia de ese pobre chico. No sé si sabes que tenía dos hijas pequeñas. Tu amigo ha dejado a dos niñas huérfanas.
Estuve a punto de decir no están huérfanas, tienen madre. Pero me contuve a tiempo, ni siquiera sé porque se me ocurrió semejante respuesta. A lo mejor necesitaba justificar la injustificable conducta de mi amigo. Mi padre callaba, pero su gesto era severo. Acababa de descubrir que rechazaban rotundamente que fuera a ver a mi amigo a prisión. El mensaje que me hacían llegar era que Ray, por el crimen cometido, merecía no solo la cárcel sino el peor castigo que puede recibir un ser humano: la condena al ostracismo, la soledad más absoluta. Yo, iluso de mí, trataba de alentar una pizca de condescendencia hacia mi amigo, salvarle siquiera mínimamente.
-No estoy diciendo que no sea un asesino, que lo es.
-Y un maltratador- puntualizó mi madre. Joder, está a la que salta, pensé-. Lo que le hacía a su pobre novia tampoco tiene nombre.
-Bueno vale, sí. Pero no sé qué tiene que ver una cosa con la otra, quiero decir… -volví a balbucear-. Solo quiero que entendáis que hemos sido uña y carne. Además, lo pasó muy mal, por su familia, su casa era la casa de los horrores-. Enseguida me di cuenta de que había sacado este tema fuera de contexto y precipitadamente. Sonó a justificación. Error.
-Sí, pobrecito el asesino. ¡Cuánto sufre! Díselo a la mujer y a las hijas de ese chico que ahora está muerto- se animó a decir mi padre, saltándose la trinchera de austero silencio donde se encontraba.
-Pero es que… Bah.
No estaban enfadados con Ray, estaban enfadados conmigo por tenerle cariño. Yo no entendía nada, y eso me bloqueaba a la hora de argumentar. En esas condiciones no les iba a convencer de nada. Imposible. Cerré el pico. Dejamos el tema.
Carretera de Extremadura abajo, le daba vueltas a esta conversación y a sus revelaciones. Y sigo sin entender, la verdad. Me duele que mis padres me rechacen por mantener el contacto con Ray. Le conozco demasiado, le he visto padecer lo inimaginable y siempre he intentado ayudarle, no puedo abandonarlo allí hasta que salga, Dios sabe cuándo. ¿Qué coño quieren que haga?
Mi cabeza parecía más centrada en seguir rumiando que en prestar atención a la carretera, lo que hizo que me pasara la salida de la autovía. Di un golpe en el volante de la mala hostia que me entró. El caso es que tuve que dar un rodeo, que no sirvió para nada. Terminé incorporándome otra vez a la carretera para hacer un cambio de sentido. Me estaba poniendo malo, me cagué en todo lo vivo. Tampoco conocía las consecuencias de llegar tarde a un vis a vis. Me imaginaba a un funcionario impidiéndome el paso, indicándome que me marchara por donde había venido. Pero nada de eso pasó. Llegué pegado de tiempo pero cuando crucé el primer control noté como se iba evaporando la angustia. Estaba dentro.
Cuando nos vimos, inauguramos el encuentro con un abrazo fuerte. De un tiempo a esta parte Ray cada vez aprieta más, durante el abrazo, quiero decir. Una especie de cariño a lo bestia, como si en ese gesto se mezclasen, convergiesen, la violencia y el amor. Se colgó de mí (soy bastante más alto que él) durante un buen rato y yo aguanté el abrazo con orgullo y diligencia hasta que quiso soltarme. Ray siempre necesitó que alguien le acogiera y me imaginé que nuestro saludo cumplía la función que nadie cumplió. De ahí el orgullo, me siento afortunado por ser precisamente yo el que estoy ahí. No sé, es difícil de explicar.
Ese día le encontré más gris de lo habitual. Tenía los párpados algo hinchados y las cuencas de los ojos, ya de por sí hundidas, parecían suplicar descanso. Se lo hice saber y le pregunté si todo iba bien.
-¿Por qué sigues viniendo? -fue su desconcertante respuesta.
-¿Qué dices Ray? -siempre digo qué dices cuando no sé qué coño decir, es un patético intento de ganar tiempo. Nunca funciona. Ray calló y esperó mi contestación.
-Eres mi colega y vengo a verte.
-Mis colegas ya no vienen a verme, solo mi familia, y ni siquiera quiero que vengan.
-Bueno, pues no serán tan colegas si no vienen -me apresuré a decir.
-Claro que no. Estoy solo.
-No he querido decir eso, joder.
-No te preocupes. ¿Por qué sigues viniendo, Samu?
Esta vez me di unos segundos, reflexioné un poco y traté de hablar tranquilo y dejar atrás la compasión, tan ofensiva en situaciones como ésta.
-Mira Ray, eres un cabrón redomado pero no puedo evitar quererte. Son muchos años, muchas cosas. Y vengo porque me sale de las pelotas -sonreí- y porque creo que es lo que debo hacer.
-Samu, cuando salga de aquí, si es que salgo, cualquier cosa, sea la que sea, cualquier cosa -Ray no pudo terminar la frase. Se le trabó la voz y sus ojos se anegaron. Comenzó a llorar.
-Cuando te suelten volveremos a salir por ahí, volveremos a descojonarnos, como siempre, en el parque, en el barrio o donde sea -tonto comentario ante las lágrimas de mi amigo. Y vacío, tan vacío que me dio lástima haberlo dicho. Acompañé a mi amigo en el llanto. Ambos lloramos en silencio.
Hace meses que quebrantamos esa barrera que separa a los hombres y que les impide llorar juntos. Se podría decir que los vis a vis nos han acercado de un modo que nunca hubiera sido posible en otro contexto. Recuerdo el día exacto en el que superamos el umbral y se abrió la veda para poder llorar a gusto. Fue el día en el que Ray me contó todo, es decir, todo lo que pasó aquel día. En un principio tuve la intuición de que le vendría bien desembuchar. Unas visitas después me convencí de que para él era pura necesidad, daba la impresión de que algo iba a explotarle dentro. Se estuvo resistiendo un tiempo pero al final se rindió y me lo soltó. Y lloró. Lloró como un niño desamparado y yo no pude evitar contagiarme. De algún modo sus lágrimas llamaron a las puertas de mi propia historia y me descubrí llorando no solamente por él sino también por mí.
Mi obsesión, como ya habréis notado, es entender a mi amigo, aún no sé por qué. Comprender qué o quién le convirtió en ese monstruo sufriente capaz de ejecutar una aberración como la que tuvo lugar el mes de junio de 2008, cuando todo se jodió.
Como casi todos los viernes, Ray quería salir de fiesta. Nunca llegó a abandonar la costumbre de ponerse hasta arriba los fines de semana, de terminar todas las noches acompañando al alba en su proceso. Llevaba desde los catorce años así, y si un fin de semana no lo hacía notaba un vacío, como si faltase algo; este desahogo parecía ser crucial para él. Lo que yo creo es que no podía parar, la energía que le quemaba dentro imponía salir a borbotones y la fiesta y ciertas drogas combinadas le proporcionaban el medio. Sin embargo, Laia, su chica, cada vez lo llevaba peor. Estaba pasando un embarazo complicado, decía necesitar apoyo, compañía. Hacía días que se encontraba preocupada por un punzante dolor que no parecía desaparecer. Se palpaba por debajo de la barriga y cerraba los ojos, confiando en que ese gesto pulverizara mágicamente el dolor. Llevaba una época inquieta, preocupada, recordaba los abortos en su familia, su madre tuvo dos antes de que ella naciese; recordaba lo que había costado la fecundación del ser que llevaba dentro. Y luego esa sensación de soledad, que se reivindicaba hoy más que nunca.
-Ray, podrías quedarte hoy conmigo, no me encuentro bien.
-¡Venga hombre!, que he quedado con medio barrio. Además necesitamos mi coche.
-Joder, ¿es que es obligatorio salir todos los findes? ¿No puedes quedarte a ver una peli conmigo?, ¿no ves que yo ahora no puedo llevar el ritmo de antes?
-Ya estamos. Últimamente, cada vez que digo de salir te encuentras mal, qué casualidad.
-Muy bonito, Ray, tú sigue pensando en tí y mirándote el puto ombligo, ya verás qué bien. Y yo aquí jodida, con dolores. Deberías plantearte que en tres mese tenemos un bebé y no sé, querrás estar con él, conmigo, o vas a estar así toda la vida.
-Parece que ha llegado la hora de la víctima. Te sale muy bien eso de dar pena, ¿no? Pues así lo que consigues es que me pire con más razón. A ver si vas a ser tú la que solo se mira la barriga.
Esta afirmación, acusación, gilipollez, o como se quiera llamar, ofendió a Laia definitivamente. A partir de este momento la diplomacia, si es que había existido en algún momento de la conversación, desapareció sin dejar rastro. Continuaron discutiendo un buen rato y todo se iba jodiendo cada vez más. Los argumentos ya no existían y ella quiso zanjar el tema, presa de un enfado que rompió los límites de su paciencia.
-Pues hala, lárgate, que te den por el culo -A Laia se le hizo un nudo de decepción y de rabia en la garganta. Comenzó a llorar-. Que te lo pases muy bien. Ya me hago a la idea de lo que me espera, y ya me pensaré lo que hago.
Nunca se había atrevido a hablarle así. Fue demasiado para él. Ray notó el fuego, otra vez el fuego, que siempre andaba en estado latente haciéndole cosquillas en el estómago; ahora subía veloz hasta la garganta, hasta las orejas. Su alma se llenó de bruma rojiza.
-¡Te vas a ir tú a tomar por el culo, gilipollas! Y vas a amenazar a tu puta madre.
-¡Qué te jodan! -y gritando- ¡Vete de una puta vez! Y si no vienes a dormir, mejor. Seguro que alguna de esas zorras que conoces te hace un sitio en su casita.
Ray fue hacia Laia como una exhalación, se puso a dos centímetros de su cara, la miró con furia. Se quemaba, iba a estallar. Levantó la mano.
-Pégame si tienes cojones -su voz se volvió tranquila y fría de repente-. Pégame y te arruino la vida cobarde de mierda.
Ray cerró el puño y lo descargó con todas sus fuerzas. Nunca había pegado a su chica, siempre había conseguido contener ese fuego al menos para no pegarla, era el límite que siempre se quiso imponer. Hoy tampoco lo hizo, el puño fue a golpear directo a la pared, al lado de la cabeza de Laia. Ray comenzó a sangrar por los nudillos, que se hincaban segundo a segundo. Laia rompió en sollozos, se derrumbó encima del sofá, se tapó la cara para no verle y dijo vete, por favor, vete. Él cogió la cartera de encima del mueble, las llaves del coche y se largó.
A la mañana siguiente Ray, con apenas hora y media de descanso, se levantó. Habían quedado con los padres de ella para ir a por el primer regalo familiar destinado al bebé en camino. Estoy seguro de que en otras circunstancias se hubiera quedado en casa, durmiendo la mona. Pero la culpa pesaba y Ray cargaba con ella como una especie de deuda que uno debe pagar para quedarse tranquilo. Se metió en la ducha para despejarse, agua fría, muy fría; se lavó los dientes con la idea de depurar ese vaho espeso contenido en su aliento, secuela y recuerdo de una noche de excesos. Laia, en la cocina, estaba casi lista para salir, se intuía por el ruido que le llegaba desde aquella habitación, un ruido de tareas concluidas. Por ello se apresuró, no quería más malos rollos.
-No vas a desayunar -preguntó ella en tono seco, casi protocolario.
-No tengo cuerpo.
Eso fue todo lo que hablaron en los siguientes veinte minutos, porque todo andaba empañado por un silencio plomizo, obstinado, un fantasma que se encargaba de rememorar lo ocurrido el día anterior. Ray no sabía cómo salir de la situación, como acallar el mudo rumor. Comenzó a sentirse solo, desvalido. Temió que algo se pudiera estar rompiendo entre los dos. Temió que fuera irremediable.
Se montaron en el coche y Ray quiso conducir, pensó que mantener la atención en algo neutro e impersonal acallaría las malas sensaciones. Pero su cabeza no podía frenar, ráfagas de cocaína procedentes de células infectadas la noche anterior burbujearon dentro de su cuerpo. Miraba la carretera, miraba a Laia, que parecía ser otra, que parecía estar lejos. Empezó a sudar. Miraba la carretera, miraba a Laia, miró sus manos, más sudor. El corazón comenzó a latirle con fuerza y trató de disimular su turbación. Eso le agobió más aún. Todo comenzó a dar vueltas en la coctelera: el rumor, ese maldito rumor, la sensación de pérdida inminente, el desvalimiento, el desamparo, la soledad. La soledad no, eso no, no puedo estar sin ella. No podía estar sin ella, pero no lo supo hasta ese día, hasta ese momento, en el coche, con ella y tan lejos de ella.
Un imbécil en un coche gris se les cruzó en la carretera, Ray se vio obligado a invadir el carril contrario, otro coche se precipitaba hacia ellos de frente, volvió a corregir la trayectoria y por poco terminan en la cuneta, faltó el canto de un duro. Entonces, todo se oxidó, se quemó y explotó. Se fue la sensación de niño abandonado, de ser nadie, de no poder seguir sin ella, de hundirse en un pozo lúgubre y terrible; se fue y se transformó en poder, en fuerza. Fuego. Ray aceleró, cambió de marcha para dar potencia y revoluciones al coche y salió a la carrera del hijoputa. Laia le miró por primera vez en toda la mañana, sus ojos se dieron cuenta de lo que iba a ocurrir y adquirieron una mueca imposible, desencajada. Quiso decirle algo pero le pinchó el alfiler de debajo de su ombligo, su voz se rasgó y, de forma refleja, se sujetó la tripa. El bebé tenía miedo y se quejaba dentro.
-Por favor Ray, por favor -pudo decir al fin- Déjalo, déjalo.
Pero Ray no escuchaba nada, se puso a la altura del otro, el que casi los mata, y su conductor tuvo la feliz idea de enseñar un dedo, una peineta para que encima te jodas, soplapollas. Eso fue el final, o lo sería. Ray dio un volantazo y trató de echar al otro de la carretera mientras que Laia gritaba y rogaba en vano hundida en su asiento. El individuo del coche gris se aplicó, consciente de que la cosa iba en serio. Finalmente, tras varios bandazos que hicieron que perdiesen velocidad Ray se plantó delante de él, cerrándole el paso, como hacen los polis con los cacos en las películas. Su enemigo salió primero del coche, envalentonado; era enorme, dos metros de menda. Mi amigo no tenía nada que hacer. O sí. Cuando vio que el gigante se acercaba, salió, rodeó su coche, abrió el maletero y sacó el arma homicida. Como un rayo se abalanzó hacia el gigante, que miró la mano de Ray para saber qué coño había ido ese tío a buscar al maletero, pudo reconocer el objeto: un gato hidráulico. No pudo hacer nada más. Ray, con toda la furia que llevaba dentro desde hacía ya demasiados años estrelló el metal contra la sien de aquel desgraciado. La herramienta se clavó en el cráneo y, en un acto automático, Ray tiró hacia sí para despegarla de la cabeza de su víctima. Al gigante se le hicieron de barro los pies y se desplomó sobre el asfalto.
La carretera estaba absolutamente colapsada, ambos vehículos obstaculizaban cualquier posibilidad de circular. Unos verdes motoristas se percataron del embotellamiento desde un puente y tardaron segundos en llegar al lugar de los hechos. Encontraron a un hombre de pie, absorto, agarraba un objeto manchado de un fluido viscoso que iba resbalando hasta el suelo. Miraba sin mirar hacia el cuerpo de un gigante con la cabeza abierta y los ojos saliéndosele de las órbitas. A veinte metros una mujer asida a su barriga, de rodillas sobre el asfalto, que no paraba de llorar en silencio, como si fuese muda, como si no fuese muda pero su llanto sí lo fuese.
Ray no ofreció resistencia, en ese instante no se encontraba en la realidad. No vio a los motoristas verdes ni sintió que lo agarraban firmemente para inmovilizarlo. Solamente pudo volver al mundo cuando notó el calor del capó de su propio coche en la cara y el frío contacto de las esposas sobre sus muñecas. En ese momento, los mudos sollozos de Laia estallaron y se desgarraron por fin, llegando hasta mi amigo, hasta el fondo de su memoria, donde se quedaron para siempre.
Ahora sí que la has cagado Ray, fue su pensamiento, que surgió como una isla de lucidez entre tanto caos. Por primera vez en su vida fue consciente del verdadero peso de lo irreversible.
1 Comment
Ray, Ray, Ray… tenías que haberle dedicado ese hermoso presente a tu papaíto cuando eras menor, así hubieras mitigado las consecuencias y el dolor.
Por supuesto que es una broma, está claro que no hay malos hijos, todo depende de las circunstancias en las que te ves inmerso, en fin, es lo que hay, habrá que trabajar sobre ello.