Llevaba ya unas horas trabajando cuando sonó el teléfono. María.
– ¡Hey Max!, ¿qué haces?
– ¿Qué pasa María? Pues aquí, currando un rato. ¿Qué te cuentas?
– ¿Tú qué crees?, tú y yo habíamos quedado hoy para comer, no me digas que no te acuerdas.
– Claro que me acuerdo, no te tomes tan al pie de la letra mis preguntas. Se llaman preguntas retóricas.
– Ya habló el escritor. No seas tan listillo, anda.
Max soltó una ligera carcajada. Ella rió también.
– Bueno guapa, ¿cómo lo hacemos?, ¿quieres que te vaya a buscar a tu casa y salimos desde ahí?.
– Mejor aparco yo en la tuya, que está más cerca de la estación. Porque vamos mejor en tren al centro, ¿no? ¿O piensas meterme una juerga hasta después de medianoche?
– La verdad es que había pensado en meterte otra cosa.
– ¡Qué gilipollas!
Volvieron a reír. Max se aclaró la garganta y le explicó que su plan no era trasnochar demasiado, pero ya se vería. Si la cosa se liaba hasta tarde cogerían un taxi y listo.
– Bueno, pues te paso a buscar sobre las dos, tenemos reservada mesa para las tres y cuarto. No me hagas esperar que lo odio.
– Estaré listo, no te preocupes. Nos vemos entonces. Un beso.
– Besos guapo.
María es morena, no muy alta, no demasiado guapa. Tiene una figura marcada por unas potentes curvas, bien proporcionadas. Sin embargo, es de esas personas que no llaman demasiado la atención, hasta que comienzan a hablar, a conversar. Entonces se reivindican sus encantos y su atractivo.
Lo que Max siempre ha sentido hacia María, por encima de todo, es atracción sexual. Lo sentía antes de conocerla bien y llegó a atraerle aún más cuando la conoció, con ese modo de comportarse desinhibido y directo, poniendo siempre las palabras que piensa sobre cada frase que expresa. A veces teme que tanta atracción llegue a convertirse en otra cosa, situación que Max sabe que no puede permitirse, sobre todo después de la conversación que tuvieron en su segunda cita.
– Max -comenzó a explicarse María sin ningún rodeo-, quiero dejar clara una cosa para que no haya líos: tú y yo somos follamigos. No quiero compromisos ni relaciones, no estoy en ese momento de mi vida.
A Max se le quedó cara de idiota durante unos segundos. Lo que vino justo después fue una irritante sensación, le enfadó semejante advertencia.
– No crees que resulta un poco arrogante pensar que cualquiera puede caer enamorado como un tonto de tí, a la primera de cambio -dijo él en un tono seco.
– Joder Max, no te lo tomes así. Simplemente es que he tenido alguna que otra mala experiencia y no quiero que nada se complique, y menos contigo, que somos amigos desde hace años.
– Es que no puedo evitar que me rechine tu mensaje de ten cuidado chaval, no te enamores que no tienes nada que hacer. Pero bueno, no te preocupes, ya está dicho.
Con esa clara premisa, con el no enamoramiento como dogma, quedaban una o dos veces al mes. Siempre planes interesantes, risas y buenas experiencias sexuales. Eran ante todo dos personas profundamente compatibles en la cama, y eso era, quizás, lo que les hacía repetir, a riesgo de que ciertos sentimientos terminasen por desvirtuar el dogma.
Max vio el coche de María desde la terraza y bajó directamente. Llevaba listo casi media hora. A las dos en punto ambos se encontraban ya en el portal del edificio.
Como siempre cuando se encontraban, se dieron dos besos y un abrazo, como buenos amigos. Nunca se besaban en la boca a no ser que el ambiente ya estuviera caldeado. Eran amigos hasta que el contexto les llevaba a ser también amantes.
Llegaron a la estación caminando sin prisa, compraron los billetes y subieron al tren, que se encontraba prácticamente vacío. Una vez se hubieron acomodado uno en frente del otro, junto a la ventanilla, comenzaron a hablar distendidamente. Siempre aprovechaban cada encuentro para ponerse al día, cotillear un rato. Con el tiempo los amigos que ambos tenían en común se habían ido disgregando, todos llevaban una vida que ya no permitía reunirse tanto con los demás. Max sabía más de unos, María de otros, y cada cual aportaba anécdotas, noticias y preocupaciones sobre la gente a la que tenía más a mano.
El tren echó a andar y vieron por la ventanilla como iba quedando atrás la arboleda que había junto a la estación. Atravesaron después un parque donde unos niños jugaban al balón y se hacían los despistados mientras sus padres se dirigían a ellos, señalando con el dedo lo que parecía ser el camino de vuelta a casa. Luego campo abierto, y más adelante los feos polígonos anunciando la cercanía de la gran ciudad.
El tren llegó Atocha y se dirigieron al restaurante, ubicado en la misma estación. Para acceder a él había que atravesar el jardín tropical, con microclima propio, que se creó dentro de la estructura que en su día albergaba la vieja estación. En lugar de andenes ahora convivían una colección de árboles y plantas propias de otras latitudes, todo regado por pulverizadores que se encargan de dispensar el nivel óptimo de humedad. También dentro de la vieja estación, en uno de sus extremos, estaba el restaurante. Constaba de dos ambientes, uno interior, con ventanales que daban al trópico artificial, y una terraza exterior. Cuando reservaron se decantaron por una mesa del interior, más silencioso e íntimo.
El local era de estilo colonial, un espacio diáfano con columnas metálicas, techos de madera y cuadros inspirados en escenas de finales del siglo XIX y principios del XX. Podría haber sido escenario de una de esas películas llamadas de época. Este aire procedente de siglos pasados armonizaba con toques modernos como la cubertería, el tipo de cocina y el modo en el que se presentaban los platos.
Se sentaron a la mesa, se acomodaron y acordaron pedir el menú degustación, la opción fácil. La carta era extensa y todo tenía demasiada buena pinta como para andar eligiendo. Y vino de la ribera del Duero para regar todo aquello. Cuando les sirvieron las primeras copas y les pusieron el aperitivo volvieron a enganchar con la conversación que habían dejado a medias.
– Pues al final de la noche les hicieron la envolvente, ya sabes como son estos cabrones -dijo Max-. Todos se fueron a dormir de tal forma que Suso y la chica que anduvo detrás de él toda la noche estaban condenados a dormir juntos en la misma cama, o bien uno de ellos dormiría en el suelo, en alguna parte de la casa. Porque no había sitio ni en el salón, overbooking. La gente andaba desmayada en todas las camas, sofás y sitios donde se pudiera dormir. De hecho, eso era parte de la encerrona, no quedaba otra que dormir juntos.
– ¿Y donde está la anécdota aquí? Una tía se quiere tirar a un tío y los amigos de éste lo preparan todo para que así ocurra.
– Paciencia. Suso llevaba toda la noche mirando a la chica e intentando convencerse de que podría gustarle. Pero no conseguía gustarle. Ya sabes como es, le da la manía con algo y no se lo puede quitar de la cabeza. Cuando notamos que ella quería algo y se lo transmitimos, empezó a decir que no le gustaba su cara, y él nunca se lía con ninguna tía que no le parezca guapa.
– Hombre, y de qué te extrañas.
– De sus manías, de eso. La tía no era fea ni mucho menos, todos coincidimos en que estaba muy bien. Además era simpática, muy graciosa, te reías mucho con ella. No sé, nadie le veía pegas. Pero Suso empezó que si la nariz la tenía muy aguileña, que si sus ojos le inquietaban, que si tenía los pies muy feos, que si tal que si cual, que si su puta madre… Y el resto por alguna razón, bueno, por la razón de que íbamos muy moco todos, empeñados en que se liara con ella.
– Entonces, ¿durmieron juntos o no?
– Me estoy haciendo pesado, ¿no? Pues voy al grano. Suso andaba medio convencido de darse un buen homenaje con esa chica pero al cruzar el umbral de la puerta, según nos contó él al día siguiente, se arrepintió, se empecinó de repente en que no podía. No supo salir de la situación, no quería dormir en el suelo, estaba cansadísimo de toda la noche, pero tampoco quería follar. Así que se dirigió a la cama, se quitó la ropa justa para estar cómodo y, sin cruzar mirada con ella en ningún momento, no fuera que se le tirase al cuello, cosa que temía por encima de todo, se metió dentro de las sábanas y practicó lo que él bautizó como “la técnica del avestruz”.
– ¿Qué coño es eso? Sorpréndeme -María ya se estaba riendo solamente de imaginar el desenlace.
– Consiste básicamente en hundir la cabeza debajo de la almohada y no hacer movimiento alguno hasta el día siguiente. La pobre chica realizó algún intento de roce o caricia pero, como veía que Suso no salía de su escondrijo, desistió. Por su parte, él se quedó dormido debajo de su almohadón y cuando despertó por la mañana ella ya no estaba. El muy capullo también se libró de esa otra situación incómoda.
– ¡Dios, qué humillante! Pobre chica -a pesar de sus palabras de preocupación por la triste acompañante del avestruz, María no podía dejar de reír. Sobre todo porque conocía a fondo Suso, que era todo un personaje-. Es que no se pueden explicar las cosas de forma sensata, con lo fácil que es. Mira tía, no me apetece, si te parece dormimos juntos pero no quiero nada. No sé , algo así. ¡Menudo cobardica!, ¡qué desgraciado!
– Es lo que tiene la técnica del avestruz.
Les costó un rato recuperarse de la historia de Suso. Se quedaban unos segundos en silencio y soltaban risitas de vez en cuando, como si se hubieran quedado atrapados por la anécdota. El ritual de la comida les ayudó a salir del tema, se sosegaron y comenzaron a picar de la ensalada templada que el camarero depositó frente a ellos. María cambió de tercio.
– Pues, ¿te acuerdas de Tamara? -dijo María-. Mi colega, la morena, la que iba conmigo al insti.
– Para no acordarse.
– Sí claro, ya suponía. A tí también te mola, ¿no?
– Hombre, no es que me mole, es que está buenísima.
– Bueno, bueno, no te me vayas a poner cachondo ahora pensando en otra -comentó María, fingiendo hacerse la novia celosa-. Un respeto. En fin, la historia es confidencial. Prométeme que no va a salir de aquí. Si te la cuento es porque confío en que no vas a ir por ahí a fanfarronear, no te considero de esos.
– Joder, esto se pone interesante. Prometido. Ya sabes que no soy precisamente una portera.
– Por eso. Bueno, yo también voy al grano: se lo ha montado con tres tíos.
– ¿Qué?
– Lo que oyes.
– Y dices que no me ponga cachondo. Tamara, tres tíos.
– ¡Qué gilipollas eres! Pues sí, con tres tíos. Además fue ella quien les convenció.
– ¡Joder, qué joyita!
– Sí, una ganga, no te jode. Pero, ¿sabes una cosa?, los tíos, que en un principio se echaban miradas triunfales, fueron los que más cortados estuvieron. Tamara dice que eso fue lo peor, se veía que no habían hecho algo así en su vida y estaban un poco descolocados. Hasta tuvo que animarles varias veces, ya me entiendes, porque se quedaban fríos. Qué curioso, ¿verdad?
– Ya te digo. Yo no sé como hubiera reaccionado. Tanto tío a mi alrededor haciendo lo mismo que yo, en los mismos orificios, no sé, igual también me hubiera enfriado. Vaya, vaya, Tamara. ¡Qué grande!
– ¿En los mismos orificios? -María soltó una carcajada, tuvo que poner la servilleta delante para que la comida no saliera disparada de su boca- ¿Eso es lo que vas a hacer hoy conmigo, rellenar orificios? No son precisamente expresiones que ayuden a calentar el ambiente.
Los platos fueron desfilando delante de sus ojos y sus estómagos comenzaron a llenarse. La calidad de la comida era buena y la cantidad importante. Apuraron la botella de vino cuando llegó el postre: una lasaña de chocolate de varias clases. Pidieron un par de cafés y el camarero les anunció que la casa les invitaba a unos licores. Mientras se los tomaban planearon dar un paseo por El Retiro. Hacía mucho tiempo que ninguno de los dos pisaba por allí y a ambos les cuadró la idea.
Al salir a la calle, una inesperada sorpresa: sol y un tiempo bastante más suave del que esperaban encontrar. En la marquesina del autobús una pantalla informaba de la hora, las cuatro y media, y la temperatura, once grados.
Cruzaron la calle y se dirigieron hacia El Retiro subiendo por la cuesta de Moyano. Max no pudo resistirse a echar un vistazo a los puestos de los libreros. María le acompaño en su iniciativa y comenzaron a ojear libros de todo tipo.
– ¡Coño el idiota! -Dijo Max con un tono de sorpresa.
– ¿Qué dices? -Contestó María en un susurro que sonó demasiado alto para serlo-. ¿Estás loco? ¿A quién has visto?
María parecía asustada o avergonzada, quizás las dos cosas. Max, sin ningún pudor estaba refiriéndose a alguien con insultos y en voz alta y ella no alcanzaba a ver a nadie que pudiera corresponder a dicha descripción. Un par de parejas que curioseaban en un par de puestos más allá no parecían haberse enterado de nada. No había nadie más alrededor, a parte del librero, que sorprendentemente no se inmutó, como si no fuera con él la cosa.
– El idiota, de Dostoyevski. Este libro -dijo Max riendo, señalando el libro que tenía entre los dedos.
María se sintió algo estúpida pero no tuvo más remedio que reírse también de la situación. Comenzaron a conversar de nuevo. A Max le apasionaba la lectura, se comía todo tipo de libros. Best sellers, clásicos, comics, científicos, libros sobre disciplinas como la antropología, la sociología o la astronomía. Cuando hablaba de libros se apasionaba, y a María, lejos de resultarle petulante, disfrutaba de los desahogos intelectuales de su amigo. Siempre conseguía encender su curiosidad sobre algún autor al que acababa sucumbiendo.
Esta vez le habló del mismo Dostoyevski.
– Mira -dijo con vehemencia-, hay dos cosas que me enganchan a un libro: la historia y el arte con que el autor describe y juega con sus personajes. Luego está el estilo de cada escritor, pero bueno, a no ser que sea rematadamente malo, si lo que leo tiene buena historia o buenos personajes el libro me gusta, seguro. Hay libros con historias que enganchan, la trilogía de Millenium, por ejemplo. Este es un buen ejemplo de un escritor con un estilo mejorable, con algunos fallos de estructura, pero con buenas historias, que inquietan, que te intrigan hasta el final. Luego hay libros con personajes de los que te enamoras, podría ponerte mil ejemplos pero no te quiero dar la chapa. A lo que iba, el caso es que Dostoyevski lo tiene todo, personajes acojonantes y unas historias que son redondas y que te hacen sentir lo que siente el personaje, en todo momento.
– Como comercial no tienes precio.
– Pues tienes que leer Crimen y castigo. Sorprende. Lo tengo en casa si quieres. Yo llevaba un tiempo pensando en pillarme El idiota en formato digital, pero ahora que lo veo aquí me lo voy a llevar. Me lo leí hace la tira porque me lo dejaron pero ya ni me acuerdo, quería volverlo a leer.
– Como no leo demasiado, estos clásicos siempre me echan para atrás, pero tal como lo pones habrá que hacer el esfuerzo.
– A mí me pasaba lo mismo con los clásicos, pero un día estaba escuchando la radio y hablaba un tipo, un crítico literario o algo así, nunca lo supe. El caso es que empezó a hacer proselitismo de las obras míticas de la literatura, animaba a perderle el miedo a los clásicos, decía que si algo tenían en común autores como Pérez Galdós, Leopoldo Alas, Tolstoy o Dostoyevski era que sus historias y sus personajes sobrevivían al paso del tiempo. Narraban eventos que podrían suceder perfectamente en la actualidad, precisamente por su humanidad, porque lo esencial del ser humano nunca caduca. Esos libros guardan esas esencias. Como ves, me convenció.
– Me pensaré seriamente el consejo. La verdad es que no leo tanto como me gustaría pero te iré preguntando para que me sigas vendiendo la moto, escritor.
Compraron algún libro más y terminaron de subir la cuesta, cruzaron la calle y se adentraron en El Retiro. El sol calentaba poco, pero lo justo como para que la temperatura fuera agradable. Además, entraron en calor en seguida a base de subir las pequeñas colinas repletas de árboles y arbustos que salpicaban el parque. Llegaron dando un rodeo hasta el lago, en cuya orilla un hombre viejo y con barba acariciaba con sus dedos un saxofón, soplando cientos de notas que armonizaban entre sí: jazz, pero un jazz ligero y fácil al oído. Max y María se pararon a escucharle un rato, como hipnotizados. Sacaron unas monedas y las depositaron en el suelo sobre la funda del saxofón, el músico levantó la vista, hizo una leve reverencia y dejó dibujar una sonrisa mientras apretaba sus labios contra la boquilla.
La melodía se fue apagando poco a poco detrás de ellos mientras se alejaban del viejo y de su saxofón. Rodearon el lago y se sentaron en las escaleras que ascienden hasta el monumento a Alfonso XII. El viento se había calmado y allí, de cara al sol, la sensación era casi primaveral. Se besaron.
Esos besos y las caricias que les acompañaron incendiaron sus sentidos. Planearon irse a casa pronto, sin embargo, permanecieron allí largo rato, al calor del contacto entre sus cuerpos.
La tarde comenzó a languidecer y la lenta caída del sol les animó a iniciar la vuelta. Se levantaron y caminaron tranquilos cruzando el parque, camino a la estación. Llegaron al andén y cogieron el primer tren camino a casa.
Como dos adolescentes en celo iniciaron un juego de manos que prendió más aún la leña que ardía ya en cada uno de ellos. Se sobaron por debajo de las chaquetas disimulando torpemente lo que estaba ocurriendo ante el resto de los pasajeros del tren, que fingían a su vez no enterarse de nada. Cuando llegaron a su destino estaban tan excitados que bajaron del tren y comenzaron a andar tan deprisa que casi corrían. Tenían un incendio que apagar.
3 Comments
jaja esto ya engancha de una manera + fuerte…. me has cambiado de rumbo la historia,no esperaba esto……..
A ver que giro das en cinco dias.
Gracias por el relato. Mayte
A mi ego le sienta muy bien tener al menos a una persona enganchada, Mayte. Gracias por seguirme tan de cerca. Por ser la que antes se ha animado a comentar te adelanto que el próximo capítulo es el último.
Un saludo.
pues no eres nada previsible,a ver q broche le pones 😉
bss
Mayte