Los músculos comienzan a arder. Consumiendo las últimas energías de las que dispone aumenta el ritmo de la carrera. Sus piernas se mueven rápidamente, su respiración es casi un jadeo. Mira el crono, se siente fuerte, hoy hará una buena marca, seguro. La tierra escupe polvo bajo sus pies. De repente empieza a sonar un pitido, luego otro, cada vez más fuerte; ya casi no escucha la música que estaba reproduciendo su ipod. Coge el aparato sin aminorar la marcha y aprieta todos los botones posibles para acabar con el maldito sonido: el volumen, el play, el selector de pistas, varios a la vez. Se sacude los auriculares de sus orejas pero aún así no cesa, como si fuera su cabeza lo que pita, o el mundo. Se desorienta, comienza a verlo todo de forma extraña, lo que hay a su alrededor se vuelve algo más luminoso, también borroso, casi etéreo.
Vuelve poco a poco en sí, y el extraño sonido se define torpemente en su conciencia, que despierta. Aún con una débil sensación de control de sí mismo comienza a darse cuenta de que estaba soñando. El intruso que merodeaba insolente en su fantasía era la alarma del despertador. Apretó el botón de la parte superior, con ese gesto aplazaba el nuevo aviso en intervalos de diez minutos, como todos los días. Casi siempre le costaba salir de la cama y casi siempre saboreaba los siguientes diez minutos como si fueran un regalo del cielo. No tenía obligación de madrugar y los que envidiaban este hecho le solían preguntar por qué lo hacía. Pero le gustaba madrugar, así de sencillo.
Eran casi las ocho cuando por fin decidió librarse del letargo y del edredón de plumas que le envolvía como a un bebé. Se giró hacia la mesilla y decidió cambiar el pitido del despertador por una canción. Si vuelve a haber intrusos en mis sueños que al menos suene bonito, se dijo. Navegó entre las pistas y se decantó por un tema antiguo, de los Beatles: here comes the sun, compuesta por Harrison.
Hacía algo de frío en el piso, los troncos que echó a la estufa antes de acostarse eran ahora ceniza humeante. Miró a su alrededor y disfrutó, mientras se estiraba perezosamente, de la visión de su casa desde la cama. Vivía en un ático, un rectángulo prácticamente diáfano de unos 80 metros cuadrados, con sólo dos pequeños tabiques en una esquina, que cercaban el cuarto de baño y componían a su vez el único rincón de la casa, donde estaba ubicada la cama. Max recorrió con la mirada toda la estancia, centrando su atención primero en el juego de vigas de madera que se cruzaban en el techo, que daban a su casa el aspecto abuhardillado que tanto le gustaba. Al fondo, en el extremo más alejado de la cama se veía la cocina. La encimera, que surgía de la pared como una península, separaba los ambientes y formaba el lugar para cocinar; la nevera y los muebles es hallaban en la parte posterior, forrando la pared.
Max se movió un poco, tratando de desperezarse. Miró hacia los ventanales, en la pared que quedaba a su derecha, y se paró a observar la luz crepuscular del nacimiento del día, que penetraba coloreando la estancia. A la izquierda, como una autoridad, reinaba sobre el ático la gran estufa de leña, única calefacción de la vivienda.
Se incorporó suavemente, se frotó los ojos y salió de la cama dirigiéndose al baño. Teniendo en cuenta que la temperatura afuera debía ser de de uno o dos grados bajo cero, se abrigó a conciencia: se enfundó con mallas, camiseta térmica y forro polar. Pospondría el desayuno para dentro de una hora más o menos, cuando volviese de correr.
Antes de salir del piso hizo renacer el fuego de la estufa de leña aprovechando el calor que todavía desprendían las cenizas. Echó algo de hojarasca, troncos de varios tamaños y, con un mechero largo, de esos que se usan para encender los fuegos de las cocinas de gas, prendió la madera, que reaccionó crepitando, masticando la llama. Al cerrar la estufa pensó en lo mucho que le gustaba el momento de volver a casa y encontrar que el fuego había hecho su función, aportando calidez y calidad al ambiente, la sensación de sentirse acogido por tu propia casa.
Se ajustó el el cronómetro a la muñeca, se calzó sus deportivas y tiró de la puerta. Bajó las escaleras tranquilamente y salió del portal. No hacía mucho que el sol había asomado por el este, el cielo y las escasas nubes que flotaban en el aire todavía conservaban algunos tonos rojizos y anaranjados. El entorno, helador, se agitaba con el vientecillo que soplaba del norte, arrastrando el frío de la sierra.
Comenzó a correr, sintiéndose todavía algo entumecido. No hacía ni media hora que había salido de la cama, sin embargo, sus músculos, habituados a esta actividad, enseguida adquierieron temperatura, soltura. Atravesó un par de manzanas, se adentró en la zona de casas bajas y escapó del asfalto por un camino que se alejaba hacia campo abierto. A estas alturas ya estaba absolutamente conectado con su respiración y con sus músculos. Había cogido ritmo, se sentía mejor, con más control sobre el cuerpo. Su pensamiento también se desentumecía metro a metro.
Hacía ya casi año y medio que se encontraba en la nueva situación: hacía dos años que abandonó su trabajo y año y medio que perdió a Begoña, su última pareja, la única pareja estable de toda su vida. Ambas circunstancias, tan próximas en el tiempo, hicieron que su vida diera un vuelco. Comenzó a pensar al respecto mientras se adentraba en la arboleda que surgía delante de él. Como un centinela en su puesto de guardia, ese bosquecillo parecía poner límite al azote de la expansión urbanística.
Su antigua empresa, ese ejemplo de solvencia y crecimiento. Se sonrió mientras se decía sarcásticamente a sí mismo estas palabras. Era de esas corporaciones que asumen todos los servicios que consiguen ganar en concursos principalmente de administraciones locales y regionales. Que pueden llevar tanto la limpieza de un edificio como la intervención psicosocial de enfermos de VIH. Una de esas empresas que se vende al exterior como solidaria, social, conciliadora, todo calificativos infalibles. Hace ya un tiempo que desapareció la rabia, emoción que de forma inevitable terminaba por asaltarle cuando explicaba los pormenores de su andadura como profesional en esa empresa. Hoy sonríe, se regocija en el placer de haber tomado la tangente superando temores e incertidumbres, para descubrir que ese paso abrió la puerta a un mundo que ya no cambiaría por nada.
Aumentó un poco la velocidad de la carrera, el bosque tenía una pequeña bajada que un par de kilómetros más allá se convertía en el tramo más duro de la ruta, una subida de tres kilómetros y medio salpicada por repechos o rompepiernas, que es la palabra que él usaba para definir esta parte del camino.
Hacía justo dos años que le dijo a su jefe que se ofrecía voluntario para marcharse, aprovechando el ERE que se había iniciado y que avanzaba como un tsunami sobre todos los trabajadores. Este aniversario le empujó a hacer balance. Se le vino a la mente ese elenco de jefes que llegó a conocer, procedentes de distintas disciplinas. Sus funciones eran varias dentro del grupo, aspecto que facilitaba que tuviera contacto con muchos peces gordos. Max diseñaba la web, actualizaba la intranet, daba soporte técnico de todo tipo en temas informáticos y por último, lo más infumable de todo, escribía en la revista que editaba la misma empresa para darse a conocer y para promocionar su maravillosa labor. También se burlaba de sí mismo al pensar en lo ilusionado que estaba en sus primeros meses: entrar a trabajar en una empresa de esa envergadura, con casi mil trabajadores, y Max recién salido del master, un novato empezando su carrera en una gran empresa que le ofrecía la oportunidad de desarrollar todos sus conocimientos. Conocía amigos del master que tuvieron que pasar más de un año en prácticas antes de poder ganarse la vida con su trabajo. Sí, se sentía afortunado, casi agradecido. Y ese era el gran truco de la empresa, el gran conejo sacado con habilidad del sombrero de copa. Siempre se contrataba gente con ilusión pero sin demasiada experiencia, se les hacía una buena acogida, se les daba responsabilidades y se les hacía creer lo importantes que eran las funciones que desarrollaban dentro del grupo. La empresa te acogió, tú eres la empresa, lo importante no es el individuo sino el bien colectivo. Así que no seas egoísta y trabaja para el grupo. Si todo el mundo ganara mucho la empresa no podría ser tan grande ni presentarse a tantos concursos, porque para ganar servicios hay que ser solvente, tener recursos que ofrecer a la administración. Y si no se ganan concursos la plantilla se verá reducida. Si la empresa gasta demasiado dinero en su personal no podría presentar las condiciones económicas que la hacen competitiva con respecto al resto. El trabajador debe normalizar que su sueldo no puede subir eternamente.
La gente se tragaba esos cuentos, había que nadar a favor de la corriente para que todo se sostuviera, para que la empresa pudiera seguir ofreciendo trabajo. Y al final, a pesar de todo ese discurso, llegó el ERE igualmente. Por fin todo el mundo sabe lo que hay, pensó Max.
Por otro lado, con tantos trabajadores a cargo de la empresa no se podía ir haciendo excepciones, así que las normas tenían que ser rígidas y para todos. Cada hora que alguien faltaba, fuera por la razón que fuera, se tenía que recuperar. Siempre recordará un caso de un compañero que se quedó toda su jornada laboral atascado en la nieve (vivía en la sierra), incomunicado en su propio coche. Hasta salió en la prensa. Tuvo que devolver hasta el último minuto.
– Todo esto es lo que me está quemando y estoy harto- le dijo Max a su padre en una ocasión.
– Piénsalo, Máximo -le dijo su padre, temeroso de que la paciencia de su hijo se terminase y plantara a la empresa al día siguiente- Ya sabes cómo están las cosas, nadie encuentra trabajo actualmente. Intenta aguantar, que la gente ahora no aguanta una mosca detrás de la oreja. Yo estuve treinta y ocho años en la misma empresa y también tenía sus cosas. Y mírame.
Y le miraba, pero se abstenía a decir lo que veía. No, definitivamente su padre no era el ejemplo a seguir.
– Y luego están los putos jefes, papá. Gente que está ahí arriba no por lo que valen como técnicos o como profesionales sino por su espíritu corporativista, el espíritu del sí bwana. Chupaculos, gente que no iría en contra de la empresa aunque se despidiera a media plantilla. Gente que solo se preocupa de si salen los números y no de cómo está la gente que dirigen, que salimos todos amargados, papá. Antes al menos hacíamos bromas, hoy somos un equipo de tristes.
– Pero es que eso siempre ha sido así, las empresas siempre miran por lo suyo- le contestaba su padre, en un torpe intento de inyectar en su hijo la actitud propia de la vieja escuela.
Llevaba ya treinta y siete minutos corriendo. Comenzó a bajar el ritmo de la carrera, hoy le apetecía subir la cuesta con tranquilidad, no quería competir contra sí mismo. Hoy no. Además, ya estaba suficientemente alto como para disfrutar de una bonita vista del valle, que presentaba los colores propios de finales de noviembre, esos matices que ya no saben si ser otoñales o invernales. Y al final del valle la sierra, nevada y fría, con una aspecto dulce a pesar de sus angulosos contornos.
Con sus piernas descansando a un ritmo suave, rememoró lo que fue la guinda del pastel: el día que presentó al jefe su idea de ser voluntario para el ERE. El hombre se quedó de piedra, gente llorando por los pasillos, con el miedo metido en el cuerpo, con la incertidumbre de no saber si serían o no despedidos; y ese empleado pidiendo que fuera uno de los elegidos para quedarse en la calle. Con el tiempo Max no ha podido llegar a entender por qué fue el único en presentarse voluntario. Le entristecía pensar que sus compañeros creyeran que no había nada más allá de la empresa ¿Por qué tanto miedo? ¿Por qué lo malo conocido?
Miró el crono mientras alcanzaba en ese momento el punto más alto de su recorrido. Una sensación de bienestar le hizo sentir poderoso, dueño de su cuerpo. Recordaba las primeras veces que coronó esta misma cima, cuando no estaba en forma: llegaba casi enfadado, jadeando, y con unas irresistibles ganas de parar y volverse a casa andando tranquilamente. El deporte fue uno de sus logros al dejar el trabajo, antes no tenía casi tiempo, y mucho menos ganas, de hacer otra cosa que no fuera apoltronarse en casa y descansar tras haber trabajado 9 horas a turno partido.
Ahora se alegraba de que todo hubiera pasado. Un capítulo de su vida que ya era agua pasada, además, se había rehecho y le había salido bien, de momento. Y aunque le fuera mal de ahora en adelante sabía que se seguiría alegrando toda su vida de aquella decisión.
En el camino de vuelta a casa, corriendo a un ritmo bajo, calmado, se empeñó en disfrutar de nuevo de las vistas. El sol velado entre las delgadas nubes emitía una luz suave sobre el valle y las montañas. Se emocionó con el paisaje, a veces le ocurría, un dulce escalofrío recorrió su cuerpo.
Deshizo el camino siguiendo el mismo itinerario. Antes de subir a casa realizó ejercicios de estiramiento en un banco del parque, enfrente de su bloque. Al terminar subió en ascensor hasta el quinto, el ático, su piso. La casa estaba caldeada, el fuego ardía con fuerza en la estufa, aún así echó un tronco grueso, se desvistió y se fue directo a la ducha.
Cuando salió del baño eran casi las 10 de la mañana. Desayunó fuerte, como siempre que sale a correr: tostadas, tomate natural, mozzarella, aceite de oliva, café con leche. Saciado y satisfecho recogió todo, lo metió en el lavavajillas y se instaló en la mesa grande, frente una de las ventanas. Puso su portátil encima y comenzó a trabajar.
Desde que tomó la decisión de abandonar la empresa y ponerse por su cuenta, paradójicamente no hacía más que trabajar, justo lo contrario de lo que temían sus padres. Debido a los contactos que hizo en su dilatada etapa por cuenta ajena comenzaron a salirle pequeños encargos como diseños de nuevas webs para empresas, logotipos, o animaciones destinadas a publicidad. Max cursó periodismo pero siempre le habían gustado los ordenadores, ya desde pequeño trasteó todo lo que pudo con los sistemas operativos antiguos, y más adelante con windows y con las distintas versiones del Mac. Todo lo relativo a la informática y el diseño gráfico lo había aprendido a base de módulos de grado superior o másters privados que realizó posteriormente, cuando comprobó que el periodismo no le iba a dar de comer, al menos a corto plazo.
El trabajo que más satisfacción le daba en este momento era escribir. Escribía para una una revista de corte social y reivindicativo llamada Planeta Humano, se encargaba de la crónica nacional, lo que significaba realizar artículos sobre lo ocurrido en España en relación a aquellas situaciones sociales complejas o injustas que podrían cambiar con un par de medidas sencillas y poco costosas. El objetivo de la revista era movilizar conciencias y promover pequeños cambios en el tejido social.
Se podría decir que llevaba toda su vida esperando este trabajo, escribía con ímpetu, con vocación, no le importaba el tiempo que le ocupase ni si era fin de semana. Disfrutaba.
El trabajo le salió a través de un amigo que solía leer sus contraartículos, textos que escribía por diversión y que eran la versión canalla de aquellos que redactaba por encargo de la empresa. Si le encargaban escribir sobre las bondades de la empresa en su faceta de conciliar vida laboral y familiar, Max escribía también, sin más objeto que su propio desahogo, una crónica sobre los casos en los que la empresa quebrantaba derechos laborales relacionados con el asunto. Max tenía un círculo de amigos a los que mostraba estas creaciones, uno de ellos decidió enseñárselas a su vez a una persona que resultó ser el jefe de redacción de Planeta Humano. Al parecer se reía tanto con el sarcasmo y la mordacidad de los textos de Max que cuando se enteró de su despido le ofreció hacer una prueba, consistía en escribir un par de artículos como freelance. Si convencía el resultado le darían un puesto a media jornada. La persona que se encargaba de la crónica nacional había sido fichada por una agencia de noticias como corresponsal en Suecia, llegado ese momento Max ocuparía su plaza a tiempo completo. Max convenció y se quedo con el puesto.
Hoy se encontraba embarcado en la borrador de una de sus crónicas, en la que estaba implicado ferozmente. Había hecho el trabajo de campo, otra de sus funciones, junto con algunos compañeros de la revista: salió a patear Madrid en busca de datos sobre historias reales con las que complementar sus argumentos. Tomó notas, grabó conversaciones y entrevistó a todo el que se dejó. En este momento se encontraba realizando la labor de síntesis, seleccionando el material y redactando el resultado. Era un trabajo arduo, ni de lejos valía lo que le iban a pagar, pero lo hacía igualmente, esforzándose más allá de su sueldo. Los tiempos habían cambiado, ahora trabajaba por vocación.
Llevaba ya unas horas trabajando cuando sonó el teléfono. María.
– ¡Hey Max!, ¿qué haces?
2 Comments
eyyyyy por qué se acaba ? estaba super wnganchada y tenía todo visualizado…. quería ser Max!!! bueno, habra q ser paciente…..
Mayte
El martes otro capitulito, mayte.
Me alegro de que te guste.
Un saludo