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El suicida

Cuando hoy salgo a la calle y noto el olor y la textura de la noche, esa amalgama de contrastes que surgen de la luz de las farolas impactando sobre árboles o edificios, ese aroma a ciudad fantasma, a poso del día; cuando me impregno de las sensaciones que hoy me dan vida, ya casi me parece un sueño aquel recuerdo lúgubre, aquella época ya superada. Estuve mucho tiempo sin querer que nadie sacara la conversación sobre mi más dañino periodo vital, creía que sin hablar de ello finalmente quedaría borrado, como la huella en la arena que irremediablemente el viento borra si nadie pasa por allí a repasarla. Pero la cosa no parece que funcione así, es algo más complicado de lo que yo entonces suponía. Llegué a avergonzarme de mí mismo y de todo aquello: los pensamientos tan negros sobre el mundo, lo poco que me quise, lo menos aún que valoré mi vida; todo provocaba vergüenza y culpa e intenté tirarlo por el sumidero.

Evidentemente no funcionó. De hecho, no pude superarlo del todo hasta que lo agarré, lo ordené y se lo solté primero a mi tío, ese amigo íntimo que creció dentro de mi familia, y después a otras personas. Fue la nota que completaba la melodía, a partir de ahí comencé mi vida siendo yo mismo, dejando atrás a aquella sombra pegajosa y humeante a la que anduve pegado durante años.

Pero hoy asomo la cabeza al mundo y respiro esta atmósfera, ya no hay humo. La niebla se fue, probablemente para no volver. Ahora que ya me permito hablar de esa época recuerdo el modo en que comenzó todo, cómo mis sentidos se fueron cargando de negatividad, de sinsabores, de vacío. Ya desde pequeño notaba un peso que resultaba muy difícil de arrastrar, quizá por la violencia que viví en casa o quizá por lo invisible que allí me sentía. Mis hermanos, con sus graves personalidades y sus estilos chulescos y agresivos copaban toda la atención, yo era el tonto de la casa, el blandito, el que nunca se quejaba. Mis padres no hacían más que guerrear entre sí y con mis hermanos, y a mí todo me parecía tan triste que nunca tenía nada que decir. «Qué niño más calladito, más bueno», decían mis vecinas a mi madre, y mi madre sin mirarme asentía y yo sólo esperaba que me mirase, que me tocase la mejilla en señal de reconocimiento, pero nunca hacía nada. Con cuatro años fantaseaba con la idea de que no existía, de que nadie me veía, mis padres no sabían que tenían un hijo. Quise portarme mal, imitando a mis hermanos, para que alguien precisamente borrase esa absurda idea de la inexistencia, entonces comprobé que podía tener la misma dosis de atención que mis hermanos, solamente tenía que liarla. Así conseguí hacerme visible en casa, y me salió tan bien que quise generalizarlo al barrio, llegué a adolescente con la firme intención de dejar de ser el tímido para convertirme en el matón.

Lo que siguió a continuación fue el principio del fin. Dicen que los agujeros negros tienen lo que se llama el horizonte de sucesos, que no es ni más ni menos que el límite imaginario del agujero, su circunferencia. Si das un paso más te hundirás para siempre, si retrocedes no serás fagocitado por su destructiva atracción. Y yo comencé a caminar por el borde de mi propio horizonte, comencé a jugar a reivindicarme como me habían enseñado: el más fuerte, el que con más firmeza se imponía era el que se llevaba el gato al agua. Estuve metido en fuertes discusiones familiares, peleas de fin de semana y discoteca, relaciones sentimentales tormentosas y obsesivas, desparramaba mi sueldo en fiestas y drogas de todo tipo… Vueltas y vueltas al círculo, cada vez más mareado, cada vez más perdido. Entonces no entendía nada, simplemente me dejaba llevar, solamente con los años he llegado a entender qué me empujó a cruzar el horizonte y precipitarme dentro del agujero.

No voy a describir en lo que me convertí con ese estilo de vida, cualquiera puede adivinarlo. El caso es que con tan complicado contexto de fondo, o gracias a él, un día huí de casa, o quizas debería decir de mi familia, uno de los lastres de mi evolución, según pude comprobar después. Pero seguía sin entender. Estuve en pisos de conocidos, en casas vacías que ocupabamos por la vía del patadón, incluso llegué a pasar una corta temporada en la calle. No podía ni quería volver con mis padres, me sentía desarraigado. Pero esa sensación de soledad, de invisibilidad y vacío no desapareció, y poco a poco se fue desactivando mi agresividad, esa energía que me hacía fuerte y poderoso en mi ambiente, y abrió paso a la melancolía primero y a la más absoluta dejadez después. Entonces todo comenzó a darme igual, fue desapareciendo el valor de las cosas, de las personas y de mí mismo; comencé a cruzar las calles sin mirar, a colgarme de puentes en borracheras (imitando patéticamente a los protagonistas de historias del kronen), a acercarme a los andenes tanto que el tren casi rozaba mis orejas al pasar. Todo tipo de conductas temerarias que curiosamente me ofrecían un perverso placer, como si rozar la muerte fuera un poder que nadie más que yo poseía, que nadie más se atrevía a utilizar. Todavía lo recuerdo y recorre mi cuerpo esa eléctrica corriente de adrenalina.

El siguiente eslabón de esta cadena fue el plan definitivo: la posibilidad de quitarme de en medio de verdad, sin bromas ni juegos, idea que se fue materializando hasta convertirse sutilmente y con el paso de las semanas en un objetivo fundamental. Este plan terminaría con la situación humeante y abyecta en la que me encontraba, con las últimas cenizas de ese incendio implacable. Y de nuevo esa sensación de control, de dueño de mi muerte, ese absurdo poder que me reivindicaba y me daba una identidad. Al menos podía sentirme especial en algo, era algo, mi vida tenía una finalidad.

Programé varios ensayos, me acerqué a lugares de los que lanzarme, probé el filo de varias armas en trozos de carne cruda para testar la capacidad destructiva que tendrían sobre mi piel, leí en internet sobre medicamentos y venenos, hasta encontré páginas de gente que te recomendaba modos rápidos y limpios para suicidarse. Nunca antes había llegado a imaginar que todo aquello lo pudieras encontrar en la red.

Hubo días en que un poco más de tristeza, de enfado o de rabia hubiera bastado para que lo hiciera, o un poco más de cocaína o de alcohol, otra dosis de todo esto habría desencadenado el desastre, lo sé, sé que estuve tan cerca que me salvé no tanto por mi voluntad sino por casualidad. Hay un mito que dice que el que se quiere quitar la vida lo hace sin más, no es del todo cierto, uno se encuentra terriblemente mal, lo planea y solamente lo hace si llega el día en que su cerebro se pasa de vueltas y pierde los estribos, el control de sus impulsos falla ese día y terminas con todo. El ejemplo soy yo, podría estar muerto pero estoy vivo, esa es la realidad, sólo tuve la suerte de que no se mezclara la circunstancia concreta y la gota final de pérdida de control.

El azar, el destino o un ángel de la guarda salió en mi ayuda un día y hubo un suceso que no sé si lo cambió todo, porque eso quizá sería mucho decir, pero al menos sí fue el pivote que sirvió de apoyo para el cambio de rumbo. Una noche de tantas me encontré con mi tío en un bar, yo estaba tan borracho que solamente recuerdo que intercambiamos los teléfonos en uno de esos momentos de exaltación de la amistad y quedamos en quedar un día, así de inconcreto. Cuántas veces habré dicho a miles de personas «bueno, ya quedamos» o «nos vemos si eso, dame un toque»; sin embargo, y todavía no entiendo qué fue, algo me animó a llamarle un par de días después para improvisar un plan.

Nos conocíamos desde siempre, pero mis recuerdos sobre él siempre fueron borrosos, desenfocados. apenas sí tuvimos contacto a lo largo de los años. Teníamos en común que ambos huímos de nuestro seno familiar, de hecho, recordaba haber escuchado todo tipo de comentarios despectivos sobre él por parte de mi padre. Prácticamente se le tachaba de traidor, de haber abandonado a su suerte a una familia que necesitó siempre de ayuda para estabilizarse. Pero el hermano de mi padre se largó. La conversación sobre estos detalles fue lo que creó la primera conexión entre nosotros, al fin y al cabo era el único nexo que realmente nos hacía afines. Me sentía acogido con él, como el que vive exiliado y se encuentra a un camarada en otro país sufriendo idéntica situación.

Poco a poco, comenzó a permitirme entrar en su vida, contaba conmigo para sus planes cotidianos, me presentó a su chica y a su grupo de amigos, escuchó con cierta resignación mis batallitas del barrio, hasta me consiguió un trabajo a través de un amigo pintando fachadas de grandes edificios de la capital. Era la primera vez que alguien me atendía. Lo que hacía por mí no parece gran cosa así contado, el matiz está en que nadie antes lo había hecho por mí; y el hecho de sentirme atendido, escuchado y, como he dicho, acogido, hizo que comenzase a valorarme: si alguien valora lo que hago será que algo valdré.

Abandoné paulatinamente el tóxico ambiente de los colegas de fiesta, ese efímero formato de relación social que no aporta más que emociones que caducan en el momento en el que se extingue el efecto de las drogas y de la noche. Reconozco que tenía que contenerme para no ser una autentica lapa, para no convertirme en el apéndice de mi tío; llegué a pensar que había dejado de depender de las juergas, los excesos y las peleas para depender de él; me sentía algo culpable porque temía molestar, yo no quería ser una carga o un lastre para nadie, por lo que al principio me mantuve a una distancia prudencial. Afortunadamente siempre me abrió la puerta y cuando yo me alejaba por miedo a ser pesado me decía que me dejara de gilipolleces, que me sintiera uno más de una vez y dejara todos esos fantasmas del pasado en algún banco de mi antiguo barrio.

Como dije antes, la llave que abrió la penúltima puerta fue el desahogo, me costó casi un año pero finalmente pude hablar y romper a llorar. Salió prácticamente todo: el vacío, la sensación de no ser nada para nadie, el modo en que nuestros padres nos metían en sus movidas, los gritos y humillaciones a los que estuve expuesto hasta que tuve edad de ser yo el que grita o humilla al otro, cómo mi madre me hacía siempre culpable de sus desdichas, cómo mis hermanos y yo nos convertimos en enemigos, en tristes enemigos aún padeciendo la misma guerra, y así un largo etcétera que casi no parecía terminar nunca. Me acuerdo perfectamente de la vergüenza que sentí el primer día que, delante de mi tío y su chica, rompí en sollozos como un niño desvalido y solo, todo un matón de barrio roto como un juguete viejo. Me disculpé enseguida por el numerito, y mi tío tuvo que volver a insistir en que debía dejarme de gilipolleces, esta vez para llorar lo que necesitara.

Y así comencé a volar, como un ave que migra hacia tierras más cálidas deslizándose sin prisa por un paisaje cambiante, dejando atrás otros tiempos, volviendo del exilio. Me vi de nuevo en mi propio horizonte de sucesos, pero esta vez decidido a escapar en dirección contraria y, con la ayuda de mi tío y de toda la gente que me fue presentando, me alejé con calma del agujero que llevaba tanto tiempo arrastrándome con la fuerza de su gravedad.

Desde luego todavía lloro por las noches cuando la inseguridad me muerde el estómago, todavía me tienta dañar al otro para defender mi autoestima, aún queda completar la migración, he volado ya más de medio camino pero sé que aún hay trecho para llegar a la tierra prometida. Pero lo peor ya pasó, ahora puedo ver otros matices, ya no me encasquillo en círculos de locura autocompasiva, la noche entra en mí de otro modo porque ya sé olerla distinto, sus contrastes ya no inundan mi vacío sino lo que queda por llenar. Los fantasmas van depositándose poco a poco encima de las desconchadas cornisas de mi pasado, desde donde quise arrojarme para acabar con todo. Desenredando mi historia voy consiguiendo encontrarme con el mundo y con la gente que habita en mi día a día, en mi carpe diem.

Dicen que nadie escapa de un agujero negro, ni siquiera la luz. Pero es falso, sí se puede.

4 Comments

  1. victor dice:

    El que uno mismo se impone debe ser el peor de los infiernos.

    Muy bueno diego.

  2. Manolín dice:

    Huir de un lugar para aparecer en otro distinto, pero igual. Ese es el juego, desapegarnos de cosas para apegarnos a otras, y ahí está el problema, que cuando crees que has conseguido el desapego pleno, resulta que te has aferrado a tus propias creencias, a tu Yo, a tu Dios, a tu sistema y éste, es el más difícil de acallar, el artista embozado que nos engaña a cada momento para atrapar esa seguridad fisctícia en la que deseamos (supuestamente) vivir.

    • Diego Sango dice:

      Reinventarse y no aferrarse rígidamente a los puntos de anclaje de siempre, en eso quizás consiste vivir sin quedar estancado, evolucionar. Gracias por asomarte de nuevo por aquí, Manolín.

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