Mi nombre es Jairo, y de lunes a viernes vivo una aventura diferente y parecida a la del resto de los mortales que me rodean.
Salgo de casa como casi todos los días, llevando el itinerario de todos los días. Me asomo a la estación de tren, es muy temprano, hay más vida a esta hora que en horas punta de vida. Todos estamos aquí para algo muy similar pero todos hacemos cosas espectacularmente diferentes. Cada transeúnte, cada viajero o cada usuario del tren como algunos nos llaman, tiene una función, una rutinaria función que realizar a lo largo de las próximas 9 horas. La primera función de la primera hora la compartimos todos: el viaje al trabajo.
A en punto o a y dos minutos, dependiendo de la mañana, sale mi tren y conmigo va una cantidad de gente que aunque parezca mentira se repite cada día en más de un 80 por cien. Este dato aproximado pero real me ha parecido siempre algo increíblemente curioso, tan lógico como curioso. Todos ponemos el despertador a la misma hora, todos tardamos lo mismo en arreglarnos, todos entramos por la puerta de la estación y bajamos las escaleras mecánicas a la misma hora o con una diferencia de entre un minuto y un minuto y medio. Impresionante. Somos compañeros, o al menos yo lo veo así, y la verdad es que todavía no entiendo por qué no terminamos por entablar amistades o vínculos de cualquier tipo, al fin y al cabo veo más a esa gente que a la mayoría de mis amigos y miembros de mi familia. El caso es que no suele haber comunicación ni relación más allá del contacto visual, cada cual se embarca en su tarea particular y se aísla del resto.
Buena y variada fauna con la que comparto viaje… Hay un hombre desagradable con olor a alcohol, o mejor dicho a alcohólico, que se duerme en cuanto apoya la cabeza, de hecho se desnuca contorsionando su cuello peligrosamente. Siempre me pregunto cómo será capaz de levantarse de la cama; si a esas horas huele a alcohol, y así es todos los días, ese tío se tiene que morir cuando suena el despertador teniendo en cuenta que va a melopea diaria. Luego se sube una mujer con la cara pintada como una puerta y un olor a laca que echa para atrás. Juego a imaginármela por la mañana en su cuarto de baño con alicatado chapado a la antigua, con un bote de maquillaje del chino como arsenal; dándose latigazos en la cara con una brocha gorda de pintor embadurnada en todo ese pringue que lleva. Luego cuidadosamente preparará su cardado de pelo hasta parecer un cuervo vetusto teñido de rubio. La pobre saldrá a la calle tras haber observado el resultado y haberse dicho a sí misma: “ya estoy mona”.
Hay más personajes, los que caben en un vagón de tren; mi preferida es una chica a la que yo llamo “la musa”,no es especialmente guapa pero se arregla con una gracia especial, que le permite moverse entre los límites de lo sencillo y lo etéreo. Entra en el vagón una parada después que yo. Un par de estaciones más tarde sube un grupo de gallinas de las que huyo cambiándome de sitio o incluso de vagón, ya que son dadas a cacarear durante todo el viaje obstaculizando mis tareas, todas necesitadas de cierta concentración. Mi imaginación vuela con cada uno de los protagonistas de esta escena que cíclicamente se repite cada mañana, además, les tengo asignados a cada cual unos rasgos concretos que definen su forma de ser, la forma de ser que yo me imagino para ellos.
La vida en la periferia hace a la gente desarrollar por fuerza una serie de pequeñas habilidades que si no se entrenan pueden hacerte alguien irritable. En el viaje al honorario prorrateado hay que saber que debes encontrar un entretenimiento para el trayecto, si no malo. Uno puede estar una hora entera mirando al techo y escuchando conversaciones sobre nada en especial dos o tres días seguidos, pero hay que ser enfermizamente cotilla para lograr ir en tren y metro día tras día sin hacer nada más que mirar y escuchar. Así que no nos queda más remedio que buscar algo sencillo y ágil para hacer en el tren o en el metro. No tengo una afición predilecta para estos casos, dependo de mi humor, de mi capacidad intelectual del momento, de mis intereses vitales, del sueño que tenga… de muchas cosas. A veces leo el periódico, otras una novela, cuando mis neuronas están más receptivas puedo leerme un ensayo (aunque me cuesta horrores darle continuidad diaria), a veces jugueteo con el móvil. También hay veces que simplemente miro por la ventana y compruebo que los polígonos y todos los paisajes urbanos que pueden llegar a resultar crueles a la luz de las farolas, son hechizados con una magia especial cuando los baña el crepúsculo de la mañana. El cielo se tiñe, a la temprana hora de mi viaje, de una gama colorida que va degradándose del naranja al azul según se asciende por la línea del horizonte; es muy curioso ver cómo en cuestión de minutos la gama no para de cambiar hasta que finalmente amanece, justo antes de que el tren sea engullido por los túneles que conducen hasta la estación de Atocha.
Al abrigo de esta rutina uno se encuentra historias y anécdotas que parecen salidas de una comedia cinematográfica. El otro día entraron en el tren dos tipejos: uno alto y fuerte, con una cabeza tan grande que parecía desafiar la musculatura de su cuello; el otro era bajito, flaco, de cara angulosa; prácticamente la antítesis de su compañero. Según entraron en no sé qué estación se situaron en el centro del campo de visión de todos los viajeros y comenzó su retahíla. Yo creía que iban a cantar algo o realizar cualquier show para luego pasar la gorra. Pero nada de eso, en voz alta y con un discurso elocuente e inesperadamente gracioso iniciaron lo que ellos denominaban “Curso sobre normas básicas de convivencia en el tren”. Norma tras norma, hablando con gesto solemne y por turnos, instaban a los viajeros a comportarse debidamente con un discurso tal que este:
– Queda terminantemente prohibido hablar en alto. Piensen que la gente trata de pensar, leer o dormir, a nadie le interesa lo estreñido que está su hijo, lo golfa que es su vecina del quinto o el gran remate de cabeza de Cristiano Ronaldo.
– Sí está permitido hablar bajito.
– Queda prohibido acudir al tren sin ducharse al menos cada 2 días. Aunque no lo crean la pituitaria de la gente es sensible y se ofende con facilidad. Si no son capaces de detectar su hedor corporal pidan ayuda a amigos, parejas o hijos: que les huelan por la noche antes de acostarse. Si huelen mal a esas horas, por la mañana será mucho peor, dúchense, no lo aplacen más.
– El olor a alcohol ofende de modo parecido, siga las instrucciones del punto anterior, compruebe con parientes o amigos su nivel de hedor. Si todas las noches huele es usted alcohólico, hágaselo mirar, es un problema grave.
– Los móviles traen unos auriculares que se deben usar siempre en el tren. Puede que piense que ir con la música alta le da carisma, pero lo cierto es que molesta y con toda probabilidad lo que la gente está sintiendo por usted es rechazo y vergüenza ajena.
– No está permitido luchar por un asiento como si del último plato de comida de su vida se tratase. No arrastre su dignidad por los vagones. No vamos a especificar todas las triquiñuelas que se usan para conseguir un sitio para sentarse porque ya las conocen, así que desde aquí pedimos que se relajen, serán más felices, siéntense sólo si se puede. No conviertan al resto de la gente en el enemigo a batir.
– …
Y así un largo número de normas que cumplir. La gente les miraba, sonreía, y algunos como yo directamente nos partíamos de risa. Yo ya estaba preparando el monedero para darles su merecido tributo pero para mi sorpresa no pidieron ni un euro; esos hombres planteaban a todo el vagón ese pedazo de show por puro deporte, sin pedir nada a cambio. Me quedé desconcertado, estuve a punto de escribir a Renfe para que les contratasen, al fin y al cabo estaban dando lecciones de civismo. Nunca más les volví a ver.
Todos los días son iguales pero tan diferentes que toda la información que tengo en la cabeza al respecto debe de estar sumamente comprimida porque por ahí suelta seguro que llegaría a colapsarme. Cada día parece el mismo y cada día es un capítulo nuevo disfrazado de lo mismo y en cambio diferente. Suelen estar los mismos actores y el mismo escenario, solo que lo que allí pasa, siendo lo mismo nunca es igual. Por ejemplo, hay un tipo en la estación de Embajadores, donde cada mañana atraca mi tren, que canta siempre tres temas – al menos a mi hora- y cada día me suenan distintos. A veces juego a adivinar su estado de ánimo o sus ganas de tocar ese día escuchando atentamente el tema y con la intensidad con la que rasca la guitarra. Hay veces que parece triste, y esas veces no me gusta haber jugado a las adivinanzas; otras veces toca con una intensidad que me sorprende. ¡Coño son las 7:40, y siempre toca lo mismo!, ¿es o no es meritorio tocar con esas ganas?. Debe sacar mucho dinero, igual eso le motiva, aunque lo cierto es que siempre sueño con una razón de otra índole más romántica, pienso: seguro que ayer le dijeron que su hija está bien, que lo que parecía una neumonía solo es una irritación sin importancia del conducto respiratorio; o quizá le dijeron que hay una sala de conciertos importante que ha encontrado a su grupo aceptable y quieren que toque una vez al mes, o a diario.
Por otro lado, hay algo que me turba de ese tipo, y es que todos los temas de su repertorio conocido, o sea tres, poseen una ambigüedad emocional que los hace tristes y alegres al mismo tiempo. Este es el detalle que me inspira a razonar sobre su estado anímico cuando se le oye: porque unas veces suena más triste y menos alegre y otras al contrario, pero siempre conviven ambas emociones. Hasta que le oí por primera vez nunca me había planteado que una canción pudiera sonar triste y alegre, no llegaba a pensar que ambas emociones se podían incrustar en notas idénticas. Qué tipo ese, un día hablaré con él de todo esto.
Avanzando en mi aventura cotidiana me adentro en el metro. Otro rollo. El ambiente cambia, aunque mucha gente que va conmigo en el tren también coincide en el metro. Pero el metro es otra cosa: más claustrofóbico y maloliente que el cercanías. La percepción de estar bajo tierra en un vagón atestado de gente no siempre es agradable, de hecho, hay gente que no lo soporta, provoca en algunos subidas de ansiedad de las que se ven obligados a escapar, saliendo a una superficie más ventilada y reparadora. En mi caso, la verdad es que no lo llevo del todo mal, trato de ver el lado humorístico del asunto, de cada aglomeración de este tipo se desprenden anécdotas a miles. La gente a veces se abriga mucho u olvida quitarse el abrigo al entrar en el vagón, por lo que cuando se ven enlatados se dan cuenta de que no es viable realizar los movimientos precisos para desprenderse de ninguna prenda, no hay espacio. Entonces empiezan a sudar y a resoplar, y si te fijas, adivinas perfectamente su pensamiento, están cagándose en la puta, en la gente y en la red de metro y sus responsables. Es muy gracioso ver a la gente enfadada, al menos a mí siempre me lo ha parecido, no sirve de nada pero la gente se caga en la hostia a veces en silencio y a veces en voz alta, como para que todos lo oigan y se solidaricen, y cuando eso pasa el colofón es ver a gente quemada al unísono defecando verbalmente sobre toda institución competente, me parto… de hecho a veces echo más leña al fuego y finjo también estar cabreado para que la reacción en cadena se de con más facilidad, hay veces que se llegan a unir hasta siete o diez personas, el mundo entero ahí cagándose en todo. Es un desahogo que no sabría decir si ayuda en plan terapia o por el contrario hace que los cabreos se cronifiquen.
Cuando llego a mi destino y salgo a la superficie, tengo la gran suerte de atravesar un bonito parque, tras el cual se encuentra el edificio donde trabajo. Y digo suerte porque cada estación del año influye en el aspecto de este parque de tal forma que siempre tiene un aire místico, especial. Y el olor… ese olor fresco y saludable que desprende la hierba al contacto con el rocío. O el aroma que emana de la fusión de la vegetación y el propio de la mañana. Por si esto fuera poco para mis sentidos siempre están mis vecinos ahí arriba, en las copas, piando con benevolencia para terminar de crear el ambiente idóneo para el fin de mi viaje. Muchas veces jugueteo a riesgo de tropezarme y cierro los ojos, ando siguiendo una imaginaria línea recta y trato de que aquello que me rodea entre y salga de mi a su antojo. Respiro, huelo, siento. Finalmente abro los ojos, diviso el portal con el logotipo de mi empresa y entro. Comienza la siguiente aventura de mi día a día.
Nota para el apartado de comentarios:
Hasta aquí el relato, espero que al menos haya entretenido. Ahora me gustaría plantear si para tí esta historia tiene alguna moraleja o algo que pueda ser de utilidad ya que, dentro del contexto del blog, ése era mi objetivo . Te invito a que utilices el espacio dedicado a los comentarios para expresar lo que te sugiere el relato, si es que ha conseguido sugerir algo significativo en tu caso.
16 Comments
Me ha gustado tu relato.
Me has hecho reir y me hecho recordar mis viajes en tren, que al fin y al cabo no son tan malos, en mi caso me daba la opción de leerme libros en pocos días, observar situaciones divertidas o no y dejar volar la imaginación.
Tienes razón, yo también he pensado alguna vez por qué incluso evitamos cruzar miradas con quienes pasamos tanto tiempo al lado.
Por cierto, me han encantado esos dos tipejos, yo voto porque renfe los contrate. Muchos aprenderían lo que no traen aprendido de casa.
Saludos viajeros
Lo de los tipejos en realidad es algo que he pensado mil veces hacer yo mismo pero nunca me he atrevido.
Me alegro de que te haya gustado el relato, en realidad es mi homenaje al viaje diario que para mí siempre ha tenido algo de especial.
Un saludo.
Me ha encantado!
Lo mal que nos parece viajar cada día en el tren y «perder» tantas horas de nuestro tiempo. Cuánto lo hecho de menos, tener esas horas obligatorias para ti mismo, para dejar llevar tu mente a donde quiera ir y disfrutar un poco mientras ves la vida, el paisaje, la gente, las historias de cada uno, pasar… 🙂
Pues sí Pei, a veces es muy positivo que, como tú dices, estemos obligados a hacer cosas para nosotros. Además, hay miles de resplandores en el día a día que si somos capaces de captarlos y sentirlos, aprenderemos a estar más contentos, más conectados con lo que nos rodea.
Me alegro mucho que te haya gustado el relato, no deja de hacerme ilusión que guste lo que escribo. 😉
Muy buena la historia, yo añadiría alguna que otra norma básica, como por ejemplo: Queda terminantemente prohibido expulsar gases con alto nivel fétido mientras se hacen los dormidos, aprovechando el momento de confusión y disfrutando de su propio hedor corporal. Habrá que hacerlo algún día.
O toser para que no se note el estruendo de la flatulencia. Hay mil trucos infames que se usan en estos contextos. Cuando me puse a escribir el relato tuve que echar el freno para que el repaso de los dos tipejos no ocupase todo el espacio que quería dedicar al resto de la historia.
Amigo Diego, mi más sincera enhorabuena por tu iniciativa. En este caso, me has llegado al alma con las «historias de la Renfe». Cuántos enigmas hemos resuelto en nuestras vidas dándole vueltas al coco en esos ratos… Puede que no sea ninguna pérdida de tiempo: a veces, de esos monótonos momentos salen muchas cosas.
Prometo seguirte.
Un fuerte abrazo
Un abrazo
Qué alegría verte por aquí Pepe. Me alegro muchísimo que comentes que te ha gustado la historieta, y más viniendo de tí, que eres un experto en la materia que se trata en el relato. Cuantas cosas no habrás visto tú por los vagones. Si te pones seguro que tendrías para escribir varios blogs.
Desde luego yo tampoco considero esos ratos como ratos muertos, porque todo ese tiempo bien planteado da para muchas cosas, como tú dices. Tanto lo que tiene que ver con cultivar un poco la mente como todo aquello que aprendes de las conductas de la gente, o las reflexiones a las que uno llega sobre sus propias cosas… da para mucho, para todo lo que quieras estirarlo.
Bueno Pepe, yo orgulloso de que nos veamos por aquí, sino hacemos por vernos en persona que tengo muchas ganas de echar un rato contigo. Un abrazo gordo.
Me ha encantado este post, está genial! Le echaré un vistazo de vez en cuando a tu blog, me parece muy entretenido! y tus charlas también. Un abrazo!
Zeus López Pérez
Te agradezco mucho el comentario Zeus, y además me alegro de que te hayas animado a asomarte por el blog y a leerte algo de lo que escribo. Un abrazo!!.
Me ha encantado. Me ha recordado a cuando me vine a vivir a Madrid: la primera vez que cogí el metro saludé a la gente… si si… ¿extraño?, pues yo estaba acostumbrada a entrar en un sitio y decir al menos un «¡hola!», claro tras ver caras extrañas y que no me contestasen…no volví!!!
Otra de mis reflexiones fue, jolín en Madrid la gente que culta es, ¡todo el mundo leyendo en el metro!, ahora ya lo comprendo…
Muy interesante
Pues ya ves, Melisa. Ni somos más cultos ni tan educados como en los pueblos. Se lee más por aburrimiento que por cultura, pero en fin, bienvenida sea cualquier excusa para enriquecer un poquino la cabeza.
Muchos besos y gracias por leerme.
Menudo bálsamo es sobrevolar tus líneas diego!!
Yo sería tu trencolegui si coincidésemos
Gracias hombre. Pues a las 8 de la mañana me tienes todos los días montado si me quieres hacer una visita en el cercanías. Un abrazo
Weno Weno Diego, me ha encantado tu análisis sobre lo cotidiano, me dan ganas de dejar el coche en casa e irme en metro al curro, aunq de otra manera también se puede hacer un análisis parecido sobre las costumbres de los conductores, yo también coincido en mi atasco diario con los mismos coches y también me gusta echar un vistazo discreto a los conductores y adivinar qué música escuchan, con quién arriesgan sus puntos hablando x el móvil, las relaciones entre el coche y la apariencia de su conductor… La verdad es q si cualquiera d nosotros nos paramos a observar con atención lo que nos rodea podemos descubrir muchas cosas sobre el comportamiento en sociedad, muy bueno!
Tan sólo un apunte más, en los tiempos en los que utilizaba el transporte público yo me entretenía haciendo algo que contaba Baden Powell en uno de sus libros, me fijaba en el calzado de la gente e intentaba adivinar su edad y su aspecto, luego,cuando alzaba la mirada me llevaba bastantes sorpresas…
Un abrazo!
Me apunto el juego de las adivinanzas de los zapatos, lo probaré a ver qué sale.
Desde luego que en todas las rutinas cuecen habas, el tema de los atascos es para escribir dos o tres entradas más, y con cabreos mucho mayores que los del transporte público seguro. Ahí la gente llega a las manos incluso, cosa que rara vez ocurre en el tren o en el metro.
Un abrazo.